Cuando pensaba en el viaje, buena parte de mis deseos de aventura se concentraba en Camboya. En una sucia y calurosa selva, entre ruinas, descubriendo los secretos arcanos de los jemer. Al más puro estilo de Tomb Raider. Claro que Rox estaba vestida de Lara Croft. Por supuesto que fue así, increíble Angkor Wat y los demás templos “perdidos” en la espesas junglas del sur de Asia. Todo era emoción y misterio, con vegetación retomando las construcciones y monos salvajes robando botellas de agua. Emoción de un par de horas hasta que acepte que Camboya no fue lo que quería.
Desde que estábamos en Vietnam, nos habían comentado lo “gracioso” que era la gente en Camboya al ofrecer todo en un dólar y sus extraños modos de venta. Cuando estuve en Nom Pen, me di cuenta que era ridículo y en Siem Reap me di por vencido en intentar entenderlos. El asunto es simple, hasta el gobierno de Camboya cree que eres una cartera con equipaje. Ni más ni menos. Era tan superficial lo que vi en Camboya, que difícilmente volvería. Eso y la comida que no era buena. A excepción de los postres de hiel cuyos nombres exóticos en su escritura indescifrable jamás pude leer, así que se mantendrán como un misterio.
No quiero parecer desagradecido con el buen pueblo jemer, pero me costó mucho trabajo sentirme cómodo. Al menos en India no iba con tantas esperanzas, pero Siem Reap se me hizo tan cansado y explotado. La Pub Street fue como un golpe de realidad que destruyó todas mis locas aventuras que había imaginado. En ningún otra ciudad sentí tanto el odiado y famoso Banana Pancake Trail. Era decepcionante ver tantos restaurantes occidentales. Al menos en Nom Pen era más fácil salir de la fantasía de “gringo” y caminar por calles normales con gente cotidiana aburrida pero más real.
Algo que aprecie muy interesante fue la realeza. Aunque había ya visitados países donde la corona persiste como gobierno, en Camboya y Tailandia tienen mejores publicistas porque la imagen real es bastante visible en las calles y los palacios son un derroche de buen gusto y arte jemer. El acceso es un poco caro para los turistas, pero si ya estás en la ciudad vale la pena. Los museos, en cambio, mejor pasar por alto.
Sobre Angkor Wat ya platicare, pero creo que la belleza del país radica más en la carretera, en las casas típicas que son altas al lado del camino para soportar el calor, en los niños caminando kilómetros en los sucios caminos con sus impecables uniformes para llegar a clases, en el dulzón, y algo grotesco, sabor de sus cervezas extra fuertes, en las miles y miles de Nagas (serpientes indias) de piedra que adornan todas las calles, templos y edificios. En mirar a los jóvenes novicios budistas recolectando la limosna de alimentos en la mañana, en escuchar a un joven trabajador de hotel sobre sus sueños y asombrarte con la sombría y sangrienta historia de hace un par de décadas.
Camboya se queda como un recuerdo pesimista, sin promesas aún, quizás no estaba preparado o quizás el país nunca fue lo imagine. De cualquier forma, ese recuerdo quedará impregnado de aromas de salsas de pescado y esa extraña sonrisa que invade las esculturas jemer que sigue luciendose de forma anonima entre algunas persona en los mercados.
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